Dentro de unos pocos días se cumplirá el 30º aniversario de la tercera victoria de la selección italiana en el Mundial. Aquella Italia que pasó la primera ronda de grupos con tres tristes empates ante Polonia, Perú y Camerún tenía como líder y capitán a un Dino Zoff que conseguía el último gran logro de su dilatada carrera. El goleador y estrella del equipo dirigido por Enzo Bearzot era Paolo Rossi, máximo anotador del torneo con seis tantos. Y por aquel entonces ya era titular un milanista legendario, jefe de la defensa azzurra y rossonera durante muchos años, Franco Baresi.
Mientras toda Italia disfrutaba y festejaba del histórico triunfo en el torneo de Naranjito, en un humilde hospital de la Bari Vecchia nacía un niño que lo primero que se encontró fue una bandera tricolor en la cuna y un grupo de enfermeras y médicos afectados por diferentes tipos de digestivos. Parece fácil entender el comportamiento y la desconcertante personalidad de Antonio Cassano vista su llegada a este planeta. Rodeado de fiesta y regocijo, Cassano no tuvo más remedio que hacer de ella su modo de vida, lo que le ha hecho tratar de ser feliz en cada momento, ya fuera en la pobreza en la que creció como en la riqueza que le ha dado su carrera futbolística.
DE TACÓN AL CIELO
El fútbol salvó a Cassano de una segura carrera delictiva que según él mismo podría haberse desarrollado de no haber conseguido un puesto en la cantera del equipo del gallo, el Bari. Admirado en las categorías inferiores, Talentino se dio a conocer al mundo del fútbol cuando, con 17 añitos, tras controlar un balón llovido de tacón, dejó sentados a Laurent Blanc y Christian Panucci para marcar su primer gol en la Serie A y dar la victoria al Bari frente al Inter. Ídolo juvenil de la ciudad sureña, Cassano colaboró para paliar la dura crisis económica de su club con su traspaso a la Roma por unos 30 millones de euros, una cantidad espectacular teniendo en cuenta sus 19 primaveras cuando estampó su firma en el contrato que lo unía a la entidad giallorossi.